Aunque todavía puede ser prematuro mensurar los efectos de la pandemia sobre la actividad económica, todo indicaría que provocó: (i) una fuertísima restricción sobre la movilidad y el contacto de las personas; (ii) un salto inédito de la productividad laboral a partir de la incorporación acelerada de la tecnología necesaria para minimizar los efectos del COVID-19; (iii) un incremento significativo del nivel de endeudamiento del sector público y de la cantidad de dinero en casi todos los países del mundo; y (iv) un aumento de los niveles de desempleo y pobreza que tendrá consecuencias posteriores.
De los cuatro efectos mencionados, todo parecería indicar que el primero es el único transitorio. Con la aparición de una vacuna o un tratamiento efectivo, inicialmente deberían ir cediendo las restricciones a la movilidad y luego cabría esperar que vaya cediendo las restricciones al contacto entre las personas. El levantamiento de tales restricciones debería permitir una paulatina recuperación del nivel de actividad económica de aquellos sectores más afectados por la pandemia como, por ejemplo, turismo, cultura y recreación, revirtiendo así los efectos iniciales del COVID-19. Independientemente de una (muy) probable recaída en el proceso de desconfinamiento por un eventual rebrote del virus, es probable que veamos un retorno a los niveles pre-pandemia en dos fases:
- Una primera fase caracterizada por una proporción elevada de los ingresos de las familias provenientes de ayudas del sector público con un consumo relativamente deprimido, pero fuertemente orientado hacia bienes (con estos gastos posiblemente superando los pre-pandemia) y con una baja proporción de servicios y con niveles de ahorro superiores a los pre-crisis. Este gasto de las familias sería consistente con el sector de bienes en o por encima de los niveles pre-pandemia y con el sector de servicios muy por debajo de los niveles pre-pandemia.
- Una segunda fase caracterizada por una economía retornando a la normalización, donde paulatinamente el gasto de consumo de las familias debería tender a parecerse a los niveles pre-pandemia, lo cual determinaría cierto estancamiento para los sectores de bienes y una recuperación de los sectores de servicios.
Los tres efectos restantes de la pandemia, por su parte, es probable que tengan impactos más duraderos o permanentes sobre la actividad económica. En primer lugar, para sobrevivir a la economía de la pandemia, las empresas se vieron forzadas a incorporar nuevas tecnologías, conocimientos y nuevas habilidades que implicaron un salto enorme de productividad. Producto de las restricciones a la movilidad y al contacto personal, las empresas se vieron obligadas a producir una sustitución abrupta e inmediata del “trabajo en la oficina” por el “trabajo en casa” y una sustitución entre la “interacción personal” (cara a cara) por la “interacción vía web” (“zooms” y “compras por internet”). Es probable que post pandemia, parte de esta sustitución se revierta. Sin embargo, también es probable que las ganancias de productividad que generaron estas nuevas formas de trabajar terminen siendo definitivamente incorporadas (en trabajo, producción y comercio).
Naturalmente, estas nuevas formas de hacer las cosas tendrán consecuencias. Si, por ejemplo, un 20% del trabajo pre-pandemia pasara a realizarse “home-office”, los efectos no serían menores. Por citar algunos, como menos trabajadores tendrán la necesidad de concurrir a sus viejos lugares de trabajo, la demanda de transporte podría sufrir una caída importante, además de un cambio en su composición. Además, estos trabajadores ya no demandarán la misma cantidad de ropa de trabajo. Y algo similar debería ocurrir con la demanda de oficinas, ya que las empresas necesitarían 20% menos de espacio. Por otra parte, las familias también necesitarán más espacio e infraestructura interna en sus casas. Y los servicios alrededor de los viejos centros urbanos de trabajo podrían tener que mudarse. O sea, las ciudades, como tales, podrían tender a descentralizarse. Como se ve, este cambio en la forma de trabajar y consumir generará nuevas necesidades y actividades. Y la lista y los ejemplos podrían seguir.
Además, la pandemia estará dejando otras dos secuelas importantes. La secuela financiera tiene que ver con mayores niveles de endeudamiento público (y privado) y de la cantidad de dinero en circulación producto de las (inevitables) políticas impulsadas que apuntaron a paliar los efectos del COVID-19. De acuerdo al FMI, entre fines de 2019 y fines de 2021 el nivel de endeudamiento global estará subiendo de 83,0% al 99,8% del PBI, como se puede apreciar en el gráfico y cuadro adjuntos. La deuda de los países desarrollados aumentará de 105,3% a 125,6% del PBI, mientras que la de los países en desarrollo lo hará del 52,6% a 65,0% del PBI. A su vez, en EE.UU. la base monetaria está creciendo 55,3% (cuando un año atrás caía 5%). En Europa, 38,1% (-1,6% de un año atrás). En Japón 6,2% (3,8%), en Brasil +12,3% (0%) y en México 20% (2,2%).
Siguiendo con las proyecciones del FMI, este aumento de los niveles de endeudamiento y de cantidad de dinero se están dando con déficit fiscales récord -ver cuadro- y, por ahora, niveles de inflación y tasas de interés reducidas.
No quedan del todo claros los efectos que puedan tener estos incrementos abruptos de los niveles de deuda pública y de emisión monetaria una vez que la economía mundial retorne a un funcionamiento más normal. Sin embargo, si tal como parece hay continuidad de políticas expansivas y, si además, como todo indicaría, el sesgo de las políticas económicas sigue inclinado hacia la continuidad de tales políticas expansivas, a futuro se torna probable un escenario de recuperación económica, pero con un riesgo muy importante de aumento de las presiones inflacionarias y, posteriormente, de las tasas de interés (aunque no inmediato).
La secuela social tiene que ver con niveles de desempleo y pobreza que serán mayores a los niveles pre-pandemia. Naturalmente, esto condicionará las políticas económicas y los procesos políticos hacia delante, haciendo que las políticas tengan un sesgo expansivo y que tiendan orientarse hacia aquellas actividades pro-empleo. Esto implicará un gasto público mayor, más déficit, más deuda pública y emisión monetaria, y mayor presión tributaria, reforzando las tendencias anteriores.